Mi abuelo se paraba para saludar;
se llevaba la mano a la cabeza
(había usado gorra alguna vez)
y saludaba con una reverencia.
A veces la gente salía
sólo para cruzarse con mi abuelo:
no era un saludo como tantos,
sino una ceremonia,
como cuando uno despierta de mañana
y ve la punta del sol en la cortina.
Cuando el día está nublado parece más largo.
No recibir su saludo era lo mismo.
Pero de pronto se le dio por mirarse al espejo
y no pudo reconocerse.
Entonces se sentó a buscarse adentro,
como quien se sumerge en una laguna de sueños.
Y los sueños tienen sus riesgos:
se parecen al agua turbia de un estanque,
al humo espiralado que llena la memoria.
A veces quisiera ir a visitarlo,
hacerle señas, llamarlo por el nombre;
pero no sabría responderme
porque está en su propio sueño,
que es posterior a mí,
y yo lo vería como si todavía no hubiera nacido,
como si todavía no tuviera nombre
y todo estuviera a£n por suceder.
Vivimos en un mundo de cartón.
Ninguna cosa ha sido nunca.
O acaso sea sólo una metáfora,
como la gorra que alguna vez usó.
Antonio Aliberti
No hay comentarios:
Publicar un comentario