Hubo un hombre sentado en un sillón de mimbre. Ese hombre hamacaba su cuerpo mirando a sus niños. Hombre que sentía los ojos mojados.
Cada hijo creció como en otro mundo; y con todo derecho creció en otra fantasía; después, cada uno emprendió el reclamo de lo que creía suyo, cada uno pretendía cortar el pastel a su manera.
El padre los vio fuertes, saludables, exitosos. Ninguno fue excepción, cada uno creció distraído y hermoso, sin tener en cuenta que ese hombre y su esposa, habían trabajado toda su vida, la única vida que tenían, para sus hijos.
Ninguno consideró que la suma de las cosas era fruto del Amor, y al esfuerzo lo llamaron ignorancia, ocultando que los ladrillos del éxito de sus propias obras eran cada centavo que los viejos juntaron.
Y la madre murió. Y organizaron todo. Y buscaron la forma de encontrar un folleto que prometiera cubrir las angustias de alguien que estaba solo. Llegaron a un acuerdo; entonces decidieron repartirse los restos de la casa y las cosas, sin mirar a aquel hombre, sin mirar y pasando sobre él, que era dueño del sudor y del trabajo.
Mientras tanto, el señor que se hamacaba sentado, a nombre del amor permanecía mirando que un viejo y una vieja habían sido jóvenes, eligieron amar y para compartir, ahorraron cada objeto para tener una seguridad económica, como una garantía de que el sacrificio por venir sería menor para su familia.
Guardando luto los vio. Se transformaron por un puñado de cosas, los vio herirse hasta llegar al odio, hasta olvidar sentir que eran hermanos. Aún así, eran sus hijos, hijos que de él no se olvidaban; por eso, cuando estuvieron de acuerdo, lo dejaron solo, con un folleto sobre la mesa, con árboles, con pájaros, con todo lo necesario para acompañar la palabra “residencia”.
Así, hubo una vez un hombre que en su hogar logró reunir con sabiduría los valores codiciados, los muebles, los resultados de la “ignorancia” del matrimonio.
En silencio y, mirando a la distancia, lo visitó una idea que, en nombre de los dos, del viejo y de la vieja, traía en su ayuda un par de bidones con kerosén, y entonces rezó, y encendió un fósforo, y volvió a rezar para que la casa se haga chimenea, y sumergió en ella la única vida que les quedaba.
Laura Ororbia
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